Gernika, 1940. La guerra civil ha terminado, y la segunda guerra mundial ya recorre Europa, con Hitler en Hendaya. Xalbador es un niño de apenas siete años, nacido poco antes de que la aviación alemana probase sus ingenios en la carne del padre del protagonista, muerto en el bombardeo.
- Kaixo, Ama!*
- Egun on, Xalba!*
- Madre, ¿por qué padre no viene de la guerra?. Además, ya no hay soldados, y los padres de mis amigos ya están en casa.
- Sí hijo, pero a padre lo mandaron a una misión muy difícil, y por eso no ha venido todavía.
A la señora Satur se le escapa una lágrima, pensando el día en que dirá a su joven vástago que su padre murió hace años, y que ni siquiera tiene un sitio donde se le pueda rezar. Vive desesperada, pues si se le ocurriese hablar de esto con alguien, sabe que una camioneta vendrá de madrugada a llevarles, y no volverán nunca.
- ¿Sabes, madre?. Cuando venga padre iré con él al campo a ayudarle a labrar, a cazar pajarillos y a traerlos a casa, para que los guises como hacen las otras madres.
- Claro que sí, hijo- y lo abrazó fuertemente hacia sí, para tenerlo en su regazo y para que no viese que lloraba amargamente…
El padre de Xalbador nunca volvió, y él ya no recuerda el día en que su madre le dijo que murió en la contienda incivil, que lucharon hijos contra padres, hermanos contra hermanos. De alguna forma lo sabía, lo adivinaba. Así que lo asumió sin más, como quien ve cómo el río arrastra una ramita.
Cuando ama murió de las fiebres, Xalba quedó al cuidado de un tío solterón, excombatiente republicano sin un brazo y con la cara desfigurada por la metralla. Marcado de por vida y borrachín, se gastaba los pocos reales que tenía en el bar de una viuda. No es de extrañar que Xalba se fuese de su pueblo sin desear para nada volver nunca, y se dirigió a la Gran Ciudad en la que muchos jóvenes como él perseguían un futuro mejor, trabajando en las fábricas que escupían humo y fuego, al igual que grandes dragones con las lenguas candentes como los tochos de las acerías.
Y fue allí donde conoció la injusticia, la impotencia de no ser más que un jornalero y no tener dónde caerse muerto, de unos jefes que le hablaban en un idioma que él casi no entendía y le trataban como a un animal salvaje, como si él fuese una res y la fábrica el establo.
Fuera de la factoría las cosas no fueron mejores; en una ciudad desconocida, sucia y pestilente los habitantes eran como las fábricas, hoscos y desconfiados unos de otros. No se podía hablar con nadie sobre las condiciones laborales, y mucho menos de política, pues se sabía a ciencia cierta las consecuencias: los chivatos eran multitud.
El verano de 1958 marcó a Xalba. Tenía veinticinco años, fuerza e ilusión, y más después de conocer a Amaia. Era tan bonita y tan alegre, que se dijese que la vida estaba hecha para compartirse con ella. Además era una luchadora, aunque no supiese más que reparar las redes de los pesqueros, y era junto con su madre las que lideraban un grupito de mujeres obreras que daban charlas clandestinas a otras mujeres como ellas, y les animaban a luchar por unas mejores condiciones, a no dejarse explotar miserablemente por cuatro pesetas, y a exigir unos derechos. Xalba estaba orgulloso de ella, de su determinación, de su carisma y por qué no, de que lo hubiese elegido a él.
Cuando aquella mañana de domingo fue a llamar a su casa, después de misa, se le heló la sangre en las venas al ver a la madre de Amaia con los pelos como si estuviese loca, y los ojos rojos, perdidos en un punto del horizonte. Sólo balbucía.
- Amaia, hija, Amaia, chiquitina, Amaia...
- ¿Dónde está?¿Dónde está? Me muera ahora mismo si no me lo dice-bramó Xalba.
- Se la han llevado. Ellos se la han llevado esta madrugada. Amaia, chiquitina mía, Amaia…
Xalbador creyó volverse loco. Buscó en hospitales, en hospicios, en casas de mujeres perdidas, pero al final tuvo que ir al cuartel. Allí tampoco le dijeron nada, pero la sonrisa siniestra del vigilante se lo dijo todo.
De la misma forma que desapareció, en la madrugada del cuarto día Amaia llamó a la puerta de su casa. Con la ropa hecha jirones, delgada como un esparto, era como una extraña aparición en el quicio de la puerta. La mirada perdida, los ojos morados y rastros de sangre seca por doquier con una espantosa mueca de horror dibujaban una figura diríase de cera.
Murió a los tres días, en los que los gemidos de dolor de Amaia martillearon a Xalba como una pesada prensa de laminación, y juró buscar al culpable para pedirle cuentas, porque ya estaba seguro de que el Señor no iba a hacerlo.
Muchos, muchos años más tarde, un Xalbador ya anciano charlaba con una enfermera del asilo a la que tenía mucho cariño por su amabilidad.
- Señor Xalbador, ¿no debería usted pedir perdón por todo lo que hizo?
- Ven hija, que voy a contarte una historia.
Dedicado a todos los que como yo, han visto desangrarse su patria en una brutal guerra y una no menos brutal represión, seguida de un terrorismo que acabó en una sinrazón que no consiguió nada más que dolor.
Sólo pretendo que la Historia , esa que escribimos todos los días de nuestra vida, nos enseñe que la barbarie no es el camino, como tampoco lo es la venganza ni la humillación.
*En euskera: “¡Hola madre!” “Buenos días, Xalba”
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