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José se levantó
a las 6 en punto. Se dio una ducha rápida y se preparó el desayuno mientras
escuchaba la radio. Tostadas con aceite de oliva. Era lo único que le quedaba
ya de su primera infancia, el único sabor que día tras día le recordaba la
niñez en España.
Levantó la
mirada hacia el imponente skyline de
Boston, que apenas se veía a través de la bruma de aquella mañana de junio. Con
media sonrisa pensó que en Muriel quizá hoy también habría niebla.
Revisó las
notas del día anterior y se puso el traje y el abrigo que Caroline le había
regalado el día que obtuvo el título en medicina, y que sabía que en realidad
lo había pagado papá gracias a un trabajo extra en una fábrica de pescado.
Caroline entonces no tenía un dólar y menos para costear un atuendo como aquél.
En la calle
abrió el paraguas y comenzó a caminar. Se paró a los pocos pasos y decidió
cerrarlo: quería que la lluvia mojase su pelo y su rostro, como borrando
lágrimas antiguas. No tardó mucho en llegar a su consulta donde la eficiente
Ellen ya le esperaba para ponerle al día acerca de la visita concertada. Tras
unos minutos de conversación, José cambió de idea.
-
Tómese
el día libre, Ellen. Es viernes y esta semana ha sido muy dura, con todo este
jaleo, ¿verdad?.
-
Mr.
Joseph, ¿está usted seguro?. Hoy viene ese cliente tan importante que…
-
Sí,
Ellen…es que verá, como usted dice, es un cliente importante y que desea la
máxima discreción, ¿entiende?. Y yo debo cuidar a mis clientes. No se preocupe,
yo arreglaré todo y el lunes todo estará bien. Gracias y hasta la semana que
viene.
-
Pero…
-
Gracias,
Ellen.
Cuando Ellen
salió a la calle todavía estaba pensando si todos los españoles eran así, tan
desorganizados. Recordó cómo la secretaria personal del cliente la había
llamado casi de un día para otro para pedir cita-casi exigiéndola-con ese joven
doctor que tan espectaculares avances había hecho en investigación oncológica.
Y en un inglés desastroso. Pero aún se sorprendió más cuando Mr. Joseph hizo
anular todas las visitas de hoy para atenderle. A clientes de lo mejor de
Boston era difícil darles plantón, pero al doctor Joseph podía perdonársele
esto: era el mejor, desde el primer curso lo fue.
José la miró
por el amplio ventanal y vio cómo se alejaba. Abrió un armario y sacó unas
banderitas: la española y the Stars and Stripes juntas, sobre una peana de
madera. Eso impactaría encima de la mesa del despacho, era casi como una
bienvenida oficial. Al lado puso una foto de la iglesia de Muriel en la que
estaba él con sus padres y su hermana mayor. Un toque kitsch en una consulta ultramoderna.
Diez minutos
más tarde de la hora convenida, sonó el portero automático y la pantallita se
retroiluminó dejando ver al asistente personal de don Álvaro, que iba cogido de
su brazo. Apretó el botón y mientras esperaba no pudo dejar de sentir un
escalofrío…”El mismísimo don Álvaro en mi consulta”…
Cuando
llegaron, José se armó de su mejor sonrisa y con el fonendoscopio asomando del
bolsillo de su bata abrió la puerta y recibió a la pequeña comitiva: don
Álvaro, el asistente y el escolta.
-
Don
Álvaro, cuánto gusto estrecharle la mano. Pase por favor, no se quede ahí. Hizo
un ademán con la mano y señaló una sala de espera para los acompañantes,
mientras cogía del brazo al paciente.
-
Así
que es usted el doctor José. ¡Vaya!, es más alto que en las fotos.
-
Dicen
que es la comida americana. Mucha carne, ya sabe.
-
Hombre,
¿pero no es usted español?
-
Sí,
pero ya llevo aquí muchos años y vine de muy niño. Gran país, América.
-
Desde
luego, es la tierra de las oportunidades. Y de los mejores doctores, me han
dicho.
-
Está
usted en buenas manos, don Álvaro.
Pasaron al
despacho y José le ayudó a sentarse en el sillón para los pacientes, mientras
bajó un poco la luz.
-
Sin
rodeos, José. Al grano. ¿Qué ve en las radiografías?¿Los análisis? Me hice las
pruebas antes de coger el avión hacia aquí, así que más recientes no pueden
ser.
-
Sí,
tengo todo aquí, en el ordenador. Y lo he estado mirando estos dos días.
Detenidamente.
-
¿Y…?
-
Existe
una terapia. Muy cara. Pero existe.
-
¡Dios
santo!. Es la primera vez que oigo eso en todos estos meses de infierno.
¡Malditos incompetentes!.
-
No
se ponga así, don Álvaro. Es una línea en la que estamos investigando ahora
mismo y es muy reciente. Mis colegas al otro lado del charco no pueden
conocerla aún. Faltan diez años para eso.
-
¿Entonces?¿Me
tratarán aquí?¿Cuándo?
-
Nunca,
don Álvaro. Nunca jamás - y recalcó con una mirada gélida la inesperada voz
ronca con que lo dijo.
-
¿Pero
cómo?¿Quién se ha pensado que es usted para hablarme así?¿Es que no sabe quién
soy yo?
-
Lo
sé perfectamente. Tanto como que usted va a morir muy pronto, tanto que podía
haber muerto incluso en el avión que le ha traído a mi casa.
-
¿Pero
qué es esto?¿Un circo?..¡Cómo se atreve!
-
¡Escuche!-
José le empujó de un manotazo al sillón del que se había levantado. Usted no
está aquí por casualidad, nada de todo esto es casualidad. Mi clínica es
puntera en investigación y por eso está aquí, porque ya sólo le quedo yo.
José
se sentó en su sillón de cuero y sacó una fotografía vieja que enseñó a Don
Álvaro. Era una niña de poco más de doce años, completamente calva debido a la
radioterapia. A pesar de eso, sus ojos azules aún tenían la esperanza de vivir.
-
¿Sabe
quién es? Era mi hermana. Murió a las semanas de hacerse esta foto. El día que
la hicimos supimos que la habían desahuciado, pero mis padres no tuvieron el
valor de decírselo. Murió una noche mientras me cantaba una nana, porque yo no
paraba de llorar porque tenía mucho miedo. ¿Y usted?... Usted es el ministro
que salió en televisión para decirle a mis padres que el país no tenía dinero,
que teníamos que ahorrar y trabajar mucho, que eso era lo mejor para todos.
Y
cerraron ustedes escuelas y hospitales, porque habíamos vivido por encima de
nuestras posibilidades. Y la sanidad pública empezó a alargar las revisiones, y
cuando mi hermana por fin pudo ir a un especialista, ya era tarde. Nos hablaron
de un hospital aquí en Boston que nos daba una posibilidad. Mis padres
vendieron todo lo que tenían y vinimos aquí, tan sólo para ver morir a nuestra
pequeña, a mi pequeña.
Empezamos
de cero; de menos de cero. Fue durísimo. Mis padres se dejaron la vida
trabajando para que yo pudiese entrar en la universidad, y hoy por fin estoy
aquí firmando –por fin, don Álvaro-su sentencia de muerte. Como usted firmó la
de mi hermana.
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